Dominique Karahanian

El año que perdí a mi padre

28.07.2022
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Una mañana de diciembre de 2017, me quedé a dormir en la casa de mi padre, sospechando que se avecinaba su muerte. A sus 74 años, estaba con metástasis en todo su cuerpo y ya era obvio que venía lo inevitable. Muy temprano, cuando mi madre me dijo que él me estaba llamando, supuse que ese era el momento. Minutos después, cerró sus ojos y dejó de respirar. Así, simple. No respiró más.

Desde el momento en que cerró sus ojos, todo se volvió ciencia ficción. Quise peinarlo de manera perfecta, que su guayabera estuviera estirada y que se fuera perfumado, tal y como le gustaba en vida. No quería que se me escapara ni un detalle. Pero, a veces, la realidad se impone: los abrazos, las condolencias, el velorio, las explicaciones técnicas sobre la cremación, las tradiciones armenias. Todo un torbellino superfluo.

¿Sabías que no hay un verbo en español sobre el duelo? En inglés sí, to grief. Al parecer, nuestro idioma no nos permite “duelar”. La sociedad menos: nos dan un par de días de receso en el trabajo para hacer los trámites y ojalá se te pase rapidito, porque la vida continúa.

Recuerdo que tenía que ensayar la canción que mi papá cantaba en su época de cantante para replicarla en el funeral. Que una amiga me pasó una foto que iría sobre su ataúd que decía “Abrir en caso de muerte”. Ese humor, me hizo entender que todo el proceso era absurdo, de muchas risas, de compartir -por ejemplo- el ánfora del papá por temporadas, para sentirnos en su compañía. Su último deseo fue esparcir sus cenizas en un lugar al que solo podíamos acceder a partir de septiembre. Así, durante 9 meses, estuvo en nuestras casas, con distintas costumbres. ¡Tantas conversaciones mientras esperábamos el rito! Al momento de dispersar sus cenizas, tal como lo vaticinó en vida, a modo de broma, cambió el sentido del viento, lo que provocó un ataque de risa familiar. “Gordo! Fuiste tú”, pensamos. Al rato, nos dimos cuenta que un perrito negro azabache nos acompañó durante toda la ceremonia. Cuando terminamos, lo buscamos y nunca más lo vimos. Mi papá era un encantador de perros.

Toda mi vida imaginé que este evento sería algo inenarrable, pero ser testigo del segundo en que un ser humano deja de existir, cambió mi vida para siempre. Cambió mi forma de ver la vida.

Cuando era estudiante, en la escuela de Psicología me hablaron del duelo, especialmente de las etapas del duelo de Elisabeth Kübbler-Ross, uno de los modelos más célebres para aceptar la muerte de un ser querido. Y yo, como buena ex alumna, me senté a esperar esas 5 etapas: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. Pero eso nunca pasó, o al menos no de ese modo. Sentí la vida en cámara lenta. Veía cómo los demás pasaban rápido, con urgencias que no tenían sentido. Tuve mucha rabia al ver al resto seguir con sus vidas como si nada, cuando la persona más importante de mi vida ya no estaba en este plano. Mi dolor rasgaba cada célula de mi piel. Cada día era un desafío. Pedía soñar con él para poder olerlo por última vez y que tomara de mis manos como solía hacerlo.

Hablé de él todo el tiempo, compartía sus recuerdos y conservé algunos objetos, como sus pipas. Pero necesitaba oxígeno para asumir su pérdida: la necesidad de los otros de que estuviera bien, me tenía ahogada. Así que tomé un avión a una playa perdida en Uruguay, irrisoriamente llamada “Punta del Diablo” y me fui con un turro de libros, entre ellos el de Joan Didion, “El año del pensamiento mágico”. Un texto que parte así:

“La vida cambia de prisa. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba. La cuestión de la autocompasión”.

Ese día de diciembre, cuando murió mi papá, nació mi año del pensamiento mágico.

Ese 2017-2018, fue el período en que odié los eufemismos. Vuela alto, está en el cielo, te está mirando. Para mí eran patrañas, porque su pérdida, me estaba doliendo, no se me pasaba y sentía que al resto ya le empezaba a incomodar el dolor. Y es que estar de duelo es una montaña rusa: un proceso personal y difícil de compartir con otros. Didion, con total honestidad y desparpajo, fue narrando lo que a mí también me iba pasando. Porque todo es nuevo en ese primer año: que él ya no esté para tú cumpleaños, ni para el suyo; que no esté sentado en la mesa la noche de Navidad y que desaparezcan tantos otros momentos cotidianos, como su llamada telefónica diaria apodándome siempre de maneras distintas. Queda ese espacio en blanco, para siempre.

En la medida que iban transcurriendo los meses, iba olvidando su olor, su voz, su andar y trataba de aferrarme a un intangible. Hasta que un día frío, llamé a su teléfono sólo para escuchar su voz y su mensaje había desaparecido. Comprendí que el tiempo había pasado, y que, del dolor, transité a la nostalgia permanente de recordarlo todos los días. Comprendí, que la cursilería que tanto criticaba, para mí era cierta. Él está conmigo todos los días.

Escrito por

Dominique Karahanian es psicoterapeuta de parejas, familias e individual y magíster en ontoepistemología de la praxis clínica.

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