Ariel Richards

El delirio como resistencia creativa

03.05.2023
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Derroche (2023, Random House), de María Sonia Cristoff, cuenta la historia de Lucrecia, una joven profesional que recibe una carta póstuma de su tía abuela Vita, en la que se entera de que ella le dejó encriptados una serie de archivos.

Si la sobrina-nieta recuerda qué palabra usar como contraseña, descubrirá las coordenadas para salir a cavar un tesoro de dinero en efectivo que le ha sido heredado. Pero temprano, en el texto, intuimos que esta búsqueda del tesoro, lleva a otro destino. Vita, la tía-abuela, creía que había un cambio en la vida de su sobrina-nieta Lucrecia que si ella no propiciaba, no iba a ocurrir. 

¿Y si más que una hermana de su abuela, Vita representa para Lucrecia una fuerza transformadora y antigua que viene a irrumpir, deliberadamente, en la ordenada vida que la joven protagonista se ha armado?

Una vida regulada por el trabajo, que para colmo, ocurre en la academia. Vita, como una fuente de conocimiento no-académico y extra-laboral, representa una fractura del presente y del porvenir. Su muerte y su deseo póstumo aparecen como catalizadores de un cambio en la medida en que involucran una búsqueda, una aventura, un encuentro con lo desconocido. No hay en su voluntad una tragedia ni una pérdida, pero sí una apertura. A lo otro. A lo raro, al delirio. 

Creo, de hecho, que el delirio es una forma de desvío creativo que nos permite resistir a lo convencional. 

Pienso en el juego. En los juegos. En el espacio delirante y divertido que propone jugar. En las plazas públicas de Santiago existe un tipo de juego que requiere de dos niños para activarse. Me refiero a esos balancines en que, si uno sube, el otro baja. Pienso que algo así hace Vita con Lucrecia. Tras morir y desaparecer, la invita, de alguna manera, a jugar para hacerla aparecer. Y para eso, lo que está en juego, no es el dinero, sino la verdad, entendida como una dimensión irrevocable de la identidad y del uso que le damos al tiempo. ¿Es ese el poder de la verdad? ¿El de activar el balancín, el de arrastrar siempre consigo otra verdad? 

En Derroche hay una palabra encriptada que le abrirá la puerta a la acción de la protagonista, pero por ahí también va a pasar al pasado y se asomará la memoria afectiva de Lucrecia. En ese sentido, la contraseña, será un portal también de transformación. Pienso en las contraseñas con las que yo misma protejo mi información en internet. Esas combinaciones secretas de palabras que muchas veces la interfaz de los sitios enmascara de caracteres neutros, como puntos o estrellas. Pienso que se alojan en un lugar de mi memoria que está al lado de lo que se pronuncia, esas claves, esos números. Pero que no se pronuncia.

La contraseña que asegura el acceso a la herencia de Vita, es en Derroche, una invitación al desacato.

La muerta le propone a la viva, a través de una carta, hacer a un lado todo ese universo al cual su “magnífica vida remite” (Cristoff, 2023: 13) y enfocarse, en cambio, en la infancia. Pero no en cualquier infancia, sino que en esa improductiva, extraña y divertida que ellas compartieron en La Pampa. Hay cosas que nos decimos a nosotras mismas que se preservan como tesoros, en la medida en que son cuestiones íntimas y reveladoras. Pero ¿qué le ocurre a las cosas que enterramos y no se pronuncian? Hay verdades que se acumulan y otras que no resisten ser aplazadas. Hay secretos dorados y contraseñas mágicas que aguardan el momento de pronunciarse. Pero en el momento en que la digo, en que Lucrecia la pronuncia, su padre la mira “como si fuera una aparición” (38). Reconozco ese extrañamiento que provoca en los otros cuando emerge la verdad.

¿Y si la verdad es un traspaso, un desborde? Si un derroche es un malgaste o el empleo excesivo de algo. ¿Es, entonces, una decisión propiamente humana? ¿Existe, por ejemplo, el derroche en la naturaleza? ¿Qué es un alud, un aluvión y una avalancha? ¿Qué es una inundación? De una persona podemos decir: Ella es un derroche de simpatía. Pero ¿pueden las fuerzas naturales, en su ánimo por desbordarse y aparecer, ostentar cierto derroche de espontaneidad? Pareciera que el hecho de aparecer, como el hecho de decir la verdad, siempre traen consigo otra verdad. Y en esa ecuación, es posible que hagan daño.

Me pregunto si esta es una novela que aborda el tema de la herencia o, más bien, se levanta contra ella. Observando esa posibilidad de circulación que tiene el dinero, me pregunto si un derroche, en su exceso, puede dibujar un rumbo inesperado. Y me parece que, en ese sentido, esta ¿novela? releva una fórmula para subvertir lo que se nos impone. Vista así, podría ser, además de una novela, un manual. Una serie de enseñanzas para repeler el orden establecido. Dentro del libro hay múltiples formatos: el epistolar, el testimonial, el diario (tanto el diario íntimo como el que recoge y hace circular las noticias), el telegrama, el cuaderno de viaje. La primera y la tercera persona, el monólogo interior en el aquí y en el más allá. 

¿A quién dotamos de voz las personas que escribimos y, en ese sentido, qué disrupciones somos capaces de generar a través de la palabra, del lenguaje, de un libro en el que alguien dice algo? Quiero pensar que decir es romper algo. Hacia el final de Derroche, tras leer la carta que le deja su tía Vita, Lucrecia se pregunta si todo lo que está ahí escrito puede o no ser cierto (121). Porque si la carta es cierta, reflexiona la sobrina, entonces también todo lo otro, todo lo que le cuenta su tía abuela, tiene que ser cierto, todos los secretos que la carta arrastra: secuestros, extorsiones y rehenes. Me interesa esa dinámica de correspondencia, de arrastre, de que si una cosa es cierta, todas las demás asociadas a ellas son ciertas. Porque se parece a una avalancha y se parece, también, a ese salvataje de sororidad que propone, en los juegos infantiles, el “por mí y por todas mis compañeras”. Donde la primera que llega a la base, valida, salva y arrastra consigo a las demás.

Pienso en las semejanzas como una primera forma de generar vínculo entre desconocidos. O cuando vemos por primera vez un paisaje: se parece o no a lo que hemos visto antes. ¿No es eso lo que hacemos con una niña o niño cuando nace? En ese sentido, Derroche no se parece a ninguna novela que haya leído, y eso es un valor. Pienso en el poder que tiene ese desajuste. En ir abandonando lo que está arriba y elevar lo que está abajo. Como en un balancín. Un poder, una perspectiva, un punto de vista oscilante y delirante, en el que el arriba es conducente al abajo y el abajo al arriba, y así sucesivamente. 

Pienso en Lucrecia, hacia el final de la novela, cuando sentada en el suelo ve a Bardo, un jabalí, desde una perspectiva nueva, desde una proximidad inquietante (165). En ese sentido, hacia el final, Derroche releva la figura de lo horizontal como espacio de comprensión y se opone a la figura vertical, que posiblemente esté representada por la forma jerárquica en que suele circular el saber en las universidades. Pero esta brújula rara, en la que las flechas invertidas o señalan simultáneamente el arriba y el abajo para devolvernos a lo horizontal, tampoco hay una respuesta definitiva. De hecho, en la tierra que se presenta en la novela hay un tesoro escondido, pero también hay mineros enterrados y hay rastrilladores de nieve que no tienen quién los rescate. 

En Derroche, su autora nos propone meter las manos en la tierra. Nos invita a mirar todo ese sistema que se mueve bajo una luz nueva. A Lucrecia el trabajo físico de cavar la reconecta con una energía impensada, una energía que la abre a una dimensión abismal. Conozco esa energía, la he visto actuar. He accedido a ella a través de la práctica de la jardinería que aprendí de mi abuela, en su campo, por allá cuando era chica. Y como hace la escritora chilena Alia Trabucco, quién cuando se satura de la ciudad se interna, por varios días, en la isla de Chiloé a cosechar murtas. Ahí entra en contacto con esa profunda vibración que nos permite el cuerpo cuando entra en contacto directo con la tierra. Sin ir más lejos, el otro día, cuando en mi casa tuve que trasplantar una Strelitzia de su macetero a la tierra, entré en contacto con esa fuerza impensada. Quiero decir natural. Quiero decir, no académica.

Esa mañana tomé aire. Y enterré mis manos. Tras rastrillar sus bordes, con los dedos, la planta cedió fácil y se desprendió de un solo tirón de su macetero de greda. Quedó, quizás, demasiado expuesta, como desnuda, y para llevarla a la tierra, que estaba solo unos metros más allá, no pude tomarla de su tallo. Sentí que sería como tomar a un animal por sus orejas, y que le haría daño, así que abracé esa enorme masa de tierra que rodeaba sus raíces. Lo primero que me sorprendió, cuando la apreté contra mi pecho, fue su tibieza. Esa tierra que no había visto la luz en años concentraba su propia humedad y calor. Entre los terrones asomaban incrédulos, bichos, lombrices y las puntas de las raíces expuestas.

Con ese trozo de tierra entre mis brazos me pregunté si la de María Sonia Cristoff era una novela, o más bien otra cosa. Una herramienta emancipadora que nos sirve para enfrentar el pensamiento normativizado. Para generar desvíos e imaginar otras posibilidades. Cavando, con las manos, para encontrarle un lugar en la tierra a esa planta, pensé en Lucrecia y en el regalo encriptado que le hace su tía. No la carta, ni el dinero, sino que una vía para su emancipación. Una fuerza subversiva que, mientras resista, no conocerá final. 

Este texto es una versión editada de la carta que Ariel Florencia Richards le leyó a María Sonia Cristoff el día 27 de abril en el Espacio Literario de Ñuñoa, para el lanzamiento de la novela Derroche (2023, Random House) en Chile.

Escrito por

Escritora e investigadora de artes visuales. Ha trabajado como editora en distintos medios y actualmente cursa un Doctorado en Artes, donde investiga las relaciones en performance, espacio y género.

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