Ariel Richards

Barrer para hacer aparecer

25.10.2022
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A finales del 2018 –el mismo año en que ocurrieron las marchas feministas más grandes de la historia en Chile–, Sebastián Preece abrió las puertas de un antiguo galpón industrial en la calle Padre las Casas y comenzó a barrer.

Ese sitio, que antes fue una fábrica de telas donde se producía terciopelo, estaba cubierto de polvo, tierra y basura, porque llevaba varias décadas abandonado. La RAE propone varias definiciones para el verbo barrer y aunque aquí voy a repasar algunas de ellas, quisiera primero apuntar a lo que significa el acto doméstico de barrer. Esto es limpiar un lugar con una escoba. 

Lo que suele pasar después de barrer es hacer desaparecer la mugre. Botarla. Quitarla de la vista. Pero en vez de eso, lo que hizo Sebastián fue acumular el polvo, la tierra y la basura que cubrían el piso del galpón, y los depositó en una esquina del lugar. Ese fue, quizás, su primer gesto de apropiación espacial después de que aparecieran, en el suelo (como un límite de que había de dejar de barrer), las marcas de las pesadas máquinas que alguna vez operaron ahí. 

En mi investigación doctoral estudio artistas que rompen cosas, que cavan hoyos, que hacen huecos, que vacían lo sólido, que destruyen lo íntegro y que rajan superficies.

Lo cierto es que artistas así, los hay de todo tipo; unos que recurren al impulso iconoclasta para desafiar al sistema y otros que rompen objetos metódicamente y por curiosidad, con un afán de experimentación. Pero del amplio corpus de artistas destructores, sólo unos pocos consideran que aquello que remueven, el desecho, es también parte de la obra que generan. Sebastián Preece es uno de ellos. Y en su galpón no lo hizo sólo con el polvo, la tierra y la basura, sino que también con las huinchas plásticas que cubrían las cerchas del techo y que colgó, junto al acceso, como si fueran la piel de algo enorme que había sido despellejado.

Quisiera pensar que en Ante(s)jardín, que fue el nombre que Preece le puso a la obra, no hay nada fuera de lugar. No hay desecho, ganancia ni pérdida. No hay basura. De hecho, quisiera pensar que lo que hace aparecer cuando barre ese espacio, se constituye como obra de arte sólo en la medida en que la miramos así. Porque lo que él viene haciendo ahí desde hace más de cuatro años, es prácticamente sólo observar. 

Hace pocos días conversé con el curador Pedro Donoso sobre el trabajo de Sebastián. Pedro me dijo: “Me quedo con la idea de “pasar tiempo con un lugar”, de acompañar y cuidar, de la yuxtaposición afectiva, del esfuerzo sin esfuerzo y de todos los actos menores que forman los días que vivimos”. Ese tiempo, en el que reparó Pedro, es el que Sebastián inauguró tras su primera barrida. Un tiempo que escapa a lo productivo, a lo útil y a lo que se puede conservar materialmente. Quiero decir, la naturaleza de Ante(s)jardín es efímera. Desde su inicio estuvo destinada a desmontarse y desaparecer. Sin embargo, ha considerado, en el despliegue de su existencia, la construcción de ciertas huellas. Tal como las marcas que dejaron las máquinas que por años se posaron aquí. Esas huellas, creo, no van a ser necesariamente materiales, sino a partir del cierre del lugar, se habrán convertido en experiencia. 

Quiero decir, se incorporarán a todas las personas que alguna vez hayamos pasado por ahí.

El galpón está ubicado en la comuna de Independencia, en el antiguo barrio de La Chimba (que en quechua significa sobre el otro lado, y se refiere a la ribera norte del Mapocho).

Ese fue originalmente un asentamiento prehispánico de incas y picunches y, durante la época colonial, sus tierras fueron utilizadas como guangualíes, que es el nombre que recibían ciertos lugares, alejados de los centros urbanos, que tenían material disponible para hacer viviendas rápidas y provisorias. A la luz de eso, podríamos decir que el territorio sobre el que se emplaza Ante(s)jardín pasó de ser un asentamiento permanente a un lugar de tránsito. Y me parece que el trabajo de Sebastián releva no sólo las capas de polvo que por años cubrieron el cemento de un galpón industrial, sino que también los niveles de tierra, milenarios, que están debajo de él. 

El otro día, moviendo piedras de un lado al otro, me dijo: “Aquí la arqueología no tiene que ver necesariamente con el pasado, sino que con el futuro. Para adelante. Cuando abandono mis trabajos, estos empiezan a girar en todos los tiempos: en presente, en pasado y en futuro. Cuando abandono mis trabajos hay más posibilidades dando vuelta”. Una podría pensar que en las obras que ha hecho, a lo largo de su trayectoria, hay siempre algo híbrido. Un asentamiento que se vuelve transitorio. Un pasadizo que se vuelve umbral. No me refiero a lo interdisciplinar de su acción (que oscila entre práctica escultórica, arquitectónica y performativa), sino a que hace aparecer un espacio intermedio. Un entre

Esta obra, en particular -que surgió al otro lado del río Mapocho, alejada del centro de la ciudad, en un período de álgida reflexión y acción multitudinaria sobre el género-, se constituye como un tránsito en la medida que no es ni interior ni exterior. No es un jardín ni una escultura. No tuvo un momento más fotografiable que el otro. Sino que más bien, es una exasperación de fronteras. Nos devuelve una pregunta sobre lo que es arte, lo que es vida y lo que es basura. Al instalarse ahí, Sebastián barrió con eso.

Si pensamos que su obra empezó con una barrida pero no tiene un fin nítido, sino más bien considera algunos adioses, su existencia resuena con un tránsito de género. Un proceso de identificación que, en mi caso, comenzó a gestarse al mismo tiempo que la obra Ante(s)jardín. Mi tránsito comenzó a finales del 2018 y no avanza hacia un fin, sino que se despliega en la medida en que tiene dónde. Durante estos cuatro años, en el galpón han crecido matas, malezas, helechos y hasta un tomate. Yo, por mi lado, me he ido desplegando en espacios que considero seguros, ante personas que me ven, me quieren y me cuidan. 

En su libro Las transformaciones silenciosas, el filósofo francés Francois Jullien dice que no vemos crecer, pero un día nos sorprendemos del tamaño que han alcanzado: las plantas y los niños. El tiempo que propone Sebastián en Ante(s)jardín es el de la observación del lento crecimiento de las cosas. Del asomo de las matas verdes entre el cemento, de la descomposición de una cáscara, de lo que se demora en secarse una gota de rocío. 

En los días que fui a su galpón a conversar y trabajar, aprendí a guardar silencio mientras él se movía y desplazaba sus colecciones de lugar.

En el galpón lo vi hablar con él mismo mientras se internaba en el jardín y arrastraba piedras. Vi a los chincoles bajar por la apertura del techo y contribuir a armar y desarmar el paisajismo del antejardín. Vi abejorros pasearse entre las flores y personas curiosas asomarse por las puertas del galpón. Me vi a mí misma ahí, contemplando eso. Otro significado de la palabra barrer es “recorrer un espacio con un instrumento adecuado para observar algo”. Pensado así, el lugar fue barrido cuidadosamente durante años por la mirada atenta de Preece.

Sebastián me ha enseñado a hacer eso. A llegar, estar y observar. Tranquilamente. A probar, equivocarse y redefinir el lugar donde van las cosas. Mi primer instinto, como jardinera amateur, fue despojar a una malva de sus tallos secos. Sin embargo, en Ante(s)jardín las primeras hojas de las plantas no se sacan. Sebastián deja que crezcan, se fatiguen y se destiñan, para que vayan a dar al piso de una manera orgánica y hermosa. Quiero decir, deja que marquen su propia trayectoria como anillos alrededor del tallo. O sea, permite que ocurran. 

Otra definición de barrer es “pasar por un sitio rozándolo”, y en el galpón de Preece eso fue desde la llovizna que él soltó cada mañana por casi cinco años, hasta la sutil intervención manual que hizo del lugar pasaron por el tacto. Apenas tocando las cosas. Dejándolas ser con su extrañeza y tiempo. El sábado 15 de octubre, a mediodía, se abrió por última vez ese lugar y mientras estuve ahí, pensé en las despedidas. En lo que cuesta abandonar aquello a lo que le hemos dedicado tiempo, cuidado y cariño. Pensé en las relaciones afectivas que emergen desde el silencio. En cómo, al iniciar mi tránsito, también tuve que decirle adiós a una dimensión de mí. 

Semanas antes, cuando Sebastián me invitó a ver su obra Precipitar en el galpón del frente, me hice consciente de eso. Precipitar era una obra monumental que solo adquiría forma cuando él dejaba caer una suave llovizna desde las aperturas del techo del lugar. Esos haces de luz rebotaban contra el piso húmedo y hacían aparecer el tremendo vacío de los galpones. La verdad es que eran espectaculares. Pero más conmovedor aún era el momento en que el agua dejaba de caer. Ese instante en que Sebastián desactivaba la obra. Ahí la llovizna desaparecía y la humedad comenzaba progresivamente a evaporarse. Para mí, su desmontaje ponía en evidencia el riesgo de la obra. Esa delicada forma de desaparecer era, en sí, una transformación. Era, como última barrida, el espacio despidiéndose de sí mismo. 

Escrito por

Escritora e investigadora de artes visuales. Ha trabajado como editora en distintos medios y actualmente cursa un Doctorado en Artes, donde investiga las relaciones en performance, espacio y género.

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