A un poco más de un año del inicio de la guerra en Ucrania, los titulares del mundo vuelven a utilizar esta palabra para referirse a un nuevo conflicto que aparenta transformarse en una guerra permanente.
Esta vez, el enfrentamiento se sitúa en Sudán, país ubicado al norte de África y que actualmente se encuentra en un estado de anarquía. Las palabras democracia, transición y estabilidad -que un reciente movimiento de protestas populares había logrado ubicar en la discusión pública- quedaron obsoletas. Y el sentimiento de esperanza que un amplio sector de la población compartía hasta hace poco tiempo también desapareció.
Una año clave en la historia de Sudán es 1956, cuando dicho país obtiene su independencia del Reino Unido y Egipto. Sin embargo, a pesar de establecer un sistema político democrático, al poco tiempo hubo un golpe de Estado que facilitó la toma del poder por parte del ejército, institución que ha tenido una permanente y considerable influencia en la toma de decisiones del país.
Durante gran parte de su existencia, Sudán ha enfrentado conflictos armados internos fomentados por las diferencias culturales existentes dentro de sus fronteras. El principal: un enfrentamiento entre la provincia norte, de mayoría arabe musulmana; y la sur, predominantemente cristiana y africana. Eso no solo ha costado la vida de millones de personas, sino que también ha condenado a este Estado a una perpetua pobreza.
Sin embargo, una posibilidad de un cambio para mejor surgió a fines 2018, cuando inéditas y masivas protestas populares se extendieron a lo largo de Sudán, reflejando un profundo descontento social con la dictadura liderada por Omar al Bashir. Un político que construyó un sistema personalista y cuyos seguidores más cercanos se vieron beneficiados con inimaginables oportunidades comerciales, aumentando su riqueza.
La presión de las calles movió a que el ejército tomará cartas en el asunto, decidiendo derrocar a Al Bashir. Lo anterior no le pareció suficiente a la ciudadanía que exigió y consiguió de parte de los militares la promesa de organizar elecciones, para hacer una transición pacífica a un gobierno democrático. Con el paso de las semanas, viendo que un potencial nuevo gobierno podría afectar los enormes intereses económicos, el ejército se empezó a asustar y decidió lanzar un nuevo golpe, deteniéndose por completo el proceso de reformas.
Durante los últimos meses, esta ambición por parte del ejército abrió un nuevo flanco de conflicto que explica la crisis actual.
Durante el régimen de Bashir (1989-2019) se crearon las llamadas Fuerzas de Apoyo Rápido, una fuerza paramilitar dependiente del derrocado mandatario para protegerlo ante posibles golpes de estado. Durante los últimos años, esta entidad se convirtió en una poderosa institución, logrando obtener jugosos beneficios económicos gracias a su relación con el poder.
A pesar del derrocamiento de Bashir, esta fuerza siguió existiendo, coludiéndose con los militares para permitir su supervivencia. Sin embargo, esta relación sufrió un duro golpe cuando se conocieron los planes del ejército de absorber esta institución, terminando con su autonomía. Lo anterior provocó que las Fuerzas de Apoyo Rápido, asustadas por perder su influencia, se sublevaran, iniciando combates con el ejército a lo largo del territorio.
Por el conflicto, se estima que 700.000 personas ya han sido desplazadas, generando una presión migratoria en una zona del mundo que destaca por su precariedad. Los enfrentamientos han generado una falta de orden que inhibe que los organismos internacionales puedan actuar, mientras gran parte de sus reservas de alimentos han sido saqueadas. Los países que rodean a Sudán apenas cuentan con recursos para satisfacer sus propias necesidades, dificultando la contención de una nueva oleada de refugiados. Mientras las partes han demostrado poco interés en dialogar, el resto de la población debe sufrir las consecuencias de una cruda lucha por el poder, cuyo objetivo principal es el beneficio económico de sus líderes.