Ignacia Moreno

La pérdida de la repetición

02.04.2024
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Walk, don’t run anunciaba Camper, la marca mallorquina de zapatos, a principios de los 2000. Una frase que reflejaba la filosofía de una marca nacida en una isla del mediterráneo, entre el trabajo artesanal, el cuidado del medioambiente y la siesta.

Un eslogan que mostraba una cultura y un ritmo distintos al Just do it (1988) de Nike o Impossible is nothing de Adidas (2004). Frases que, extrapoladas de su contexto inicial, años después evidencian características de la sociedad contemporánea: el cambio de velocidad y la desaparición de los límites.


Si las nuevas tecnologías siempre han contribuido a dominar el tiempo –descomponiéndolo en horas, minutos y segundos– y el espacio –haciéndolo cada vez más abarcable y accesible–, la revolución digital desplazó las fronteras temporales y espaciales, haciendo borrosos los límites. 

El filósofo Hartmut Rosa, en su libro Alienación y aceleración, explica cómo la aceleración de los procesos (transporte, comunicación y producción), del cambio social (por una contracción del presente y de los periodos de estabilidad) y del ritmo de la vida (cuyo síntoma es la falta de tiempo) afectan nuestra relación con el espacio, las personas y el mundo material; y que la consecuencia de este fenómeno es una forma alienada de estar en el mundo. Y no podría ser de otra forma. A alta velocidad todo pasa de largo, todo se ve borroso. No hay contacto ni posibilidad de relación.

Rosa también atribuye aspectos de la aceleración a la competitividad, inherente al sistema capitalista, que nos impide detenernos o bajar la velocidad y a la multiplicación de las opciones: “Las mismas técnicas que nos ayudan a ahorrar tiempo han conducido a una explosión de las opciones que el mundo ofrece”, asegura. 

Entonces, corremos. 

En esta carrera hemos ido reduciendo la posibilidad de contacto y de relación. Perdimos la capacidad de hacer “nada” y nos parece que perdemos el tiempo cuando no hacemos algo “productivo”.

Desarrollamos una especie de fobia al espacio/tiempo disponible y necesitamos llenarlo de imágenes (las páginas), cuadros (las paredes), cosas (los espacios), actividades (las horas), ruido y palabras (el silencio). El espacio no lo percibimos como algo acabado: solo vemos un perturbador vacío. Y en el vacío, algo falta.

Es este aumento de la velocidad y la falta de tiempo lo que nos ha llevado a eliminar las condiciones que nos permiten hacer que el tiempo se demore, que dure. Pero, ¿cuáles son estas condiciones? Una de ellas es la repetición.

Podríamos afirmar que el tiempo es el espacio entre un acontecimiento y su repetición. Es decir, la medida de lo que demora un acontecimiento en volver a suceder. Repetir, según la RAE, “es volver a decir o a hacer algo”, por lo tanto, en la repetición no cabe la novedad. Quien siempre espera lo nuevo pasa por alto lo que ya existe, dice el filósofo surcoreano Byung-Chul Han.

La repetición es una forma de meditación. Han explica que la repetición hace que la atención se estabilice y se haga más profunda y que –a diferencia de la rutina–, genera duración e intensidad. La atención sería entonces una forma de estirar el tiempo. La rutina, en cambio, produciría vacío y desconexión. Porque, como dice el sociólogo Richard Sennett en El artesano: “la rutina es mecánica, equiparable al aburrimiento y no tiene compensación emocional”. 

La repetición, escribe Han, es el rasgo esencial de los rituales porque permite que una acción cualquiera se convierta en un ritual y los ritos le dan estabilidad a la vida y estructuran el tiempo mediante la repetición.

Sin repetición, no hay ciclos, no hay estaciones, no hay ritmo. No hay cierre ni comienzo. 

Pero hemos ido suprimiendo la repetición al eliminar lo permanente y la duración. Y la consecuencia, como explica Rosa, es que experimentamos nuestras vidas como procesos volátiles y sin dirección, como una secuencia de episodios deshilvanados y, por esto, la percepción que tenemos es la de la pérdida del tiempo. Además, como también explica Rosa, muchas de las actividades que realizamos diariamente, como ver televisión y series –o Instagram–, no dejan huellas en la memoria, y esto hace que nuestras acciones sean percibidas como episodios aislados que podemos borrar rápidamente. ¿Por qué? Porque no aportan nada a nuestras vidas, no son relevantes y no nos ayudan a construir nuestra subjetividad.

Al fragmentar el tiempo desestabilizamos nuestra vida, y es esa inestabilidad la que también aumenta con la pérdida de la repetición. Porque una relación es una historia que te refugia como una casa, dice Rebecca Solnit en Una guía sobre el arte de perderse. Y la repetición, dice Han, hace habitable el tiempo y le da un armazón firme. Pero este tiempo acelerado, parece cada vez menos una casa. Y nosotros, los humanos, al eliminar la repetición, nos convertimos en seres inestables y arrítmicos. Enfermos de la cabeza y del corazón.

Es el amor, dice el psicoanalista italiano Massimo Recalcati, lo que permite que lo mismo se revele siempre nuevo. Pero el amor, para durar, necesita de la distancia.

Y esa distancia, explica, es el misterio, el no entender completamente a un otro; es que, por más familiaridad que exista, siempre haya un cierto grado de extrañeza.

Conservar las mismas cosas es una forma de reconciliarnos con la repetición y dejar atrás, como propone Recalcati, el mito de que la satisfacción está en lo nuevo o en lo que aún no tenemos. Y lo bueno de las cosas es que tienen esa distancia que necesita el amor para durar: la distancia de pertenecer a otra especie.

Conservar las mismas cosas podría ser lo que necesitamos en una época de gran incertidumbre, inestabilidad y ansiedad. Dejar de desear lo nuevo para desear lo mismo.

Escrito por

Ignacia Moreno García es Diseñadora de la Universidad Católica de Chile. Se interesa por la cultura material, en Ritmo Media escribe sobre la relación entre las cosas y las personas.

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