Cristóbal Bley

Sexear (o por qué el sexo no tiene verbo)

03.08.2022
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Cada uno de nuestros actos biológicos básicos —respirar, comer, dormir, beber, parir y morir— puede reducirse a un verbo. Todos menos uno: el sexo.

Existen copular y aparear, palabras que nadie usa aparte de los documentalistas de animales, pero para referirnos al acto sexual humano —hasta hace poco la única manera que tenía la especie de reproducirse— tenemos que ocupar más de un vocablo. 

Usamos tres para “hacer el amor” o dos para “tener sexo”, y aunque hay alternativas informales, como la tradicional tirar o la más agresiva culear, ningún verbo logra condensar universalmente, para todo público, lugar y contexto, esta actividad que es “nuestro contacto con el absoluto”, según el filósofo Slavoj Zizek.

Las nuevas generaciones no parecen coincidir con el esloveno: si hacemos caso a los estudios en los países desarrollados —todos realizados previo a la pandemia— los jóvenes de hoy tienen menos sexo que sus antepasados directos. En Estados Unidos, varias investigaciones concluyen que los millennials (personas nacidas entre los años 1980 y 2000) tienen una frecuencia sexual hasta nueve veces menor que los X (1960-1984) a su misma edad. Parecido ocurre en Inglaterra —los adultos están teniendo casi un 20% menos de sexo que hace veinte años— y para qué decir en Japón, donde el 43% de los jóvenes entre 18 y 34 años decían ser vírgenes el 2015.  

El coronavirus también hizo contagiosa esta disminución libidinosa: aproximadamente dos tercios de las personas está teniendo menos relaciones sexuales que antes de la pandemia. Los contagios y las muertes han bajado, no así el miedo a relacionarnos con desconocidos: una de cada cinco personas solteras estadounidenses dice que siente menos ganas de ser tocada hoy en día (2021), y el 40% de las mujeres sin pareja no quiere ser saludada con un apretón de manos. Mucho menos con un abrazo.  

Mientras la cultura derriba aceleradamente las barreras, tabúes y prejuicios impuestos durante siglos a la sexualidad, los datos confirman la contradicción de esta era: nunca fue tan fácil, pero al mismo tiempo nunca tan difícil tener sexo.   

Algunos acusan a la pornografía, con su infinito contenido a la carta, distante a solo un par de movimientos de pulgar, de deformar las expectativas de los adolescentes, como también de atraparlos en un vórtice de fugaz y solitario placer. Es lo que predica gente como Gary Wilson, un psicólogo que en su popular charla TED anuncia una epidemia de disfunción eréctil a causa de la adicción a masturbarse viendo porno. 

Más que una causa, es probable que el consumo intensivo de pornografía solo sea otro síntoma de este enfriamiento generacional, una consecuencia más del “hedonismo depresivo” que describía Mark Fisher, ese estado propio del capitalismo tardío donde reina “la incapacidad para hacer cualquier cosa que no sea buscar placer inmediato”.

Una relación sexual —ese acto que no tiene verbo— se busca casi siempre por placer, pero no se obtiene con inmediatez. Si es consentida y no pagada, requiere de salir, de hablar, de escuchar, de seducir. De ceder, de esperar, de fallar, de reintentar. Todos ellos verbos a los que nos hemos desacostumbrado bajo el consumismo digital, cuya promesa de gratificación instantánea —el siguiente capítulo que se reproduce en 5 segundos, el auto que te pasa a buscar en 4 minutos, la comida que llega en 10— atenta contra la planificación del deseo.

“Seguimos creyendo que podemos meternos en una app y ‘descargarnos’ a alguien que cumpla con todas nuestras expectativas”, ha dicho Judith Duportail, autora de El algoritmo del amor, una crónica donde se sumerge en las mecánicas de Tinder y otras aplicaciones de citas para mostrar cómo manipulan los datos y afectan las relaciones de quienes se pasan los días —aunque sobre todo las noches— deslizando en su celular fotos de personas desconocidas a la espera de hacer match.

La suposición de que estas app facilitan el sexo casual se descarta pronto, al menos entre los heterosexuales. Como lo calculó un treintañero en este largo reportaje de The Atlantic, de cada treinta likes que hacía en Tinder solo obtenía un match; y de cada diez mujeres con las que hacía match, solo una le devolvía el mensaje. Es decir, debía deslizar a la derecha a unas 300 mujeres para poder obtener una sola conversación.  

“Para la mayoría de los hombres, es como gritarle al vacío”, explicó el tipo. “Y para la mayoría de las mujeres es como buscar un diamante en un mar de fotos de penes”.

Como se espera que los usuarios de las apps sepan al instante, a partir de un par de fotos y algo de texto, si se sienten atraídos o no por otra persona, “el proceso emocional se vuelve binario”, según lo define la socióloga Eva Illouz. “Esta lógica se parece mucho más al funcionamiento de un procesador informático (con sus 0 y sus 1) que a lo que tradicionalmente se considera una comunicación que relaciona a dos personas”.

Lo que habría que preguntarse es por qué llegamos a las apps y abandonamos los bares, las fiestas, incluso los ascensores o las micros como espacios de conquista. Seguramente porque la incomodidad de esa interacción inesperada, inicio de los mayores romances —reales y ficticios— de la historia, se confunde hoy con una invasión indebida de la privacidad: el 2017, casi el 20% de los estadounidenses menores de 29 años creía que un hombre invitándole un trago a una mujer constituye acoso sexual. Y seis de cada diez solteros se sentirían más cómodos en una primera cita si antes realizan un encuentro por videollamada.

Con un mundo sin más futuro que la distopía, no están los ánimos para correr riesgos. “Quizá tendríamos mucho más sexo”, me dijo alguien alguna vez, “si no llegaramos a la casa a poner Netflix mientras vemos el celular”. Pero esa diversión, bastante menos excitante que juntar el cuerpo con el de otra persona, al menos es más rápida y segura. Si es que tienes buena conexión a internet.

Escrito por

Cristóbal Bley es periodista y escribe sobre temas de la vida cotidiana: comer, dormir, caminar, reproducirnos. Un repaso por los sencillos actos que nos hacen humanos, pero que en poco tiempo hemos logrado deshumanizar.

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