Cristóbal Bley

La pelea contra el sueño

22.06.2022
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En la novela Mi año de descanso y relajación, escrita hace unos años por Otessa Moshfegh, su joven protagonista se propone dormir durante doce meses seguidos. Empastillada hasta el peligro, su objetivo no es eludir la vida, sino vaciarla completamente de cualquier experiencia, goce o deseo: sentir lo que significa no sentir nada. Tras azotarse contra el fondo del abismo narcoléptico, intenta emerger pura y reseteada de entre las lagañas.

El ligero éxito e impacto que produjo el libro, pienso, puede deberse al contraste de esta actitud somnolienta con el espíritu woke de nuestra era, donde lo que se demanda es a estar despiertos —“Chile despertó”, fue el lema de octubre 2019—, amenazados al mismo tiempo por eso que los gringos abreviaron como FOMO: el miedo constante a perderse lo que está pasando. Dormir, en este contexto, parece un desperdicio vital.  

La sociedad está adicta a la vigilia”, me dijo hace unos años Diego Golombek, neurocientífico argentino especializado en cronobiología y activista del sueño.

“Entendimos todo mal: que dormir es una cosa de vagos y que estar despierto es una virtud en sí misma”.

El origen de este prejuicio podría ubicarse en el siglo XVII, cuando los filósofos empiristas menospreciaron al sueño por su supuesta irrelevancia para el funcionamiento de la mente y la búsqueda de conocimiento. Para John Locke era una “lamentable aunque inevitable” interrupción de las prioridades diseñadas por Dios para los seres humanos: ser trabajadores y racionales.   

La posta somnifóbica la tomó Edison un par de siglos después: tanto odiaba dormir —“es una pérdida criminal de tiempo”, dijo alguna vez, “una herencia de nuestro pasado cavernícola”— que para combatirlo inventó la ampolleta eléctrica. Así, de a poco, aunque cada vez más rápido, invadimos la noche con la luz de faroles, lámparas y pantallas, quitándole al sueño la hegemonía de ese oscuro territorio. Por eso en algo más de cien años —desde comienzos del 1900— la población de Estados Unidos pasó de dormir en promedio diez horas diarias a solo entre seis y siete.  

La hipótesis del sociólogo Jonathan Crary, autor del ensayo 24/7: el capitalismo tardío y el fin del sueño, es que esta reducción no fue un accidente, sino que es el resultado de la voracidad del sistema económico, cuya dinámica reciente borra los límites entre el trabajo y el descanso como también del consumo y el ocio. El único refugio donde nos va quedando desconexión, según él, es en el sueño. “La enorme porción de nuestra vida que pasamos durmiendo”, escribe Crary, “liberados de una ciénaga de necesidades simuladas, subsiste como una de las grandes afrentas humanas a la voracidad del capitalismo contemporáneo”.   

No por nada, la cuenta oficial de Netflix twitteó hace unos años que “El sueño es mi principal enemigo”. Parecía una broma, pero Reed Hastings, cofundador de la compañía, lo confirmó unos meses después durante un evento. “Estamos compitiendo contra el dormir. ¡Y vamos ganando!”. Esta guerra contra la noche, como la describe Constanza Michelson en su último libro, ​​inflama aún más la ansiedad colectiva y torpedea la paciencia, “esa distancia que transforma lo tosco de la necesidad en la complejidad del deseo”.

Por eso no es extraño que casi la mitad de los chilenos sufra de insomnio, un trastorno que hace perder la calma; como una serpiente que se muerde la cola, entre más uno quiere quedarse dormido, menos lo logra. Todos sabemos que la falta de sueño trae desgano, irritabilidad y malas caras, pero cuando es crónica puede disparar los riesgos de enfermedades cardiovasculares, de diabetes y de salud mental. La ciencia, eso sí, aún no puede responder con exactitud la pregunta de por qué dormimos. Hay evidencia de que ayuda a consolidar la memoria, que activa la regeneración celular y que incluso limpia el cerebro de los metabolitos, una especie de basura neuronal. Pero no mucho más: todavía es un misterio que tengamos que pasar un tercio de nuestra vida con los ojos cerrados. A punta de bebidas energéticas, café y la luz azul de las pantallas, muchos quieren reducir ese tiempo al mínimo posible. Algo que lamentaría Schopenhauer, ya que según él “solo en el sueño es posible ubicar el verdadero corazón de la existencia humana”.

Escrito por

Cristóbal Bley es periodista y escribe sobre temas de la vida cotidiana: comer, dormir, caminar, reproducirnos. Un repaso por los sencillos actos que nos hacen humanos, pero que en poco tiempo hemos logrado deshumanizar.

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